El siguiente cuento está basado en Cielo de Claraboyas de Silvina Ocampo.
Detrás de un portón alto de roble, al
atravesar un pasillo, uno se encontraba con un viejo ascensor con forma de celda
antigua, una de esas en las que exponían a los delincuentes, y pelusas en la
grasa de los cables. La idea de entrar en él me hacía cuestionarme si padecía o
no claustrofobia. El espejo desgastado que me obligaba a verme las arrugas
asomándose por el pequeño espacio. Esa era, para mí, la pequeña tortura para
acceder a mi hogar. Pero yo no fui la única que sintió algo extraño en ese
edificio.
Todos los sábados, mi sobrina me visitaba.
A los 8 años, dejó de venir después de tener un ataque de pánico o algo por el
estilo.
Victoria tenía una obsesión con mi
hall, una habitación larga que recibía algo de luz natural a través de una
claraboya. A mí nunca me llamó la atención ese lugar. Las esquinas del tragaluz
estaban adornadas con un borde de cuadrados verdes y azules que no coincidían
en el color a causa de tormentas y reparaciones. Ese hueco me dio demasiados
problemas.
Cuando nos juntábamos a tomar el té
con mi hermano y su esposa, mi sobrina se quedaba horas en el pasillo mirando
hacia arriba. ¡Las historias que contaba! Yo usaba mi imaginación para no
aburrirme al tener la misma edad que ella, pero Victoria decía cosas que sonaban
delirantes algunas veces. Ella hablaba de una casa que estaba encima de la mía
y nos confesaba todo lo que hacía la familia que vivía allí. Sus padres se
reían y no le daban mucha importancia a lo que expresara.
El sábado 15 de julio, con 8 años
recién cumplidos, cuando el reloj dio las 9 fui a avisarle a Victoria que la
cena estaría lista pronto. Ella siguió sentada en un viejo sillón del hall,
mirando para arriba. Volví a la cocina y mientras preparaba las últimas cosas
seguía hablando con Erica, la esposa de mi hermano. La carne que habíamos hecho
dejó su aroma en toda mi vivienda e hizo que Jorge saliera de la biblioteca y
viniera a la mesa. Antes de sentarnos a cenar fui a buscar a la observadora del
hall y lo que vino después fue un desconcierto total. La niña petrificada
mirando al cielo sin pestañear, con lágrimas en sus mejillas, se dio vuelta
rápidamente y me gritó - ¡Celestina está muerta!- Vino corriendo y me tironeó
de la pollera para ubicarme debajo de la
claraboya. En ese momento entraron sus padres y le preguntaron qué había
pasado. A eso Victoria respondió: - "La de arriba, la de pollera negra, ahí… esas
rodillas. Esa la mató. ¡Mató a Celestina!" – Perplejos como nunca, consolamos a
la pequeña tratando de hacerle entender que no había ninguna familia allá
arriba y que como Celestina no existía no había muerto.
Todos nuestros esfuerzos fueron en
vano. La cena preparada se enfrió y mis invitados no la probaron. Nunca
volvieron a pisar mi hogar ni a hablar del tema. Lo único extraño que pasó a la
mañana siguiente fue que encontré una mancha roja en la alfombra del hall que
nunca pude quitar.