lunes, 2 de junio de 2014

Sabe demasiado. (Ficción histórica)





¡Pobre hombre! Pobres todos los hombres, muertos de miedo porque no entienden, porque no saben que ser esto que soy resulta tan natural como ser de carne y hueso. Asusto todo el tiempo. Aunque hace un par de años decidí quedarme acá, en lo de Enrique, y aterrorizarlo a él la mayor parte del día, a veces siento la tentación de cruzar las paredes y provocar gritos de horror en los vecinos. Me gustaría que ellos, que todos supieran qué soy y por qué llegué a ser esto.


Fue en el verano de 1863, hacía dos días que me había quedado sin empleo. Había decidido gastar mis ahorros para ir a la casa de mi tío que vivía en Filadelfia y estaba de paso en Washington. Siendo joven e inmaduro fui a un bar después de haber dejado mis pertenencias en un hostal. Recuerdo pensar, mientras salía bamboleándome de un lado a otro, que no tenía mucho control sobre mi cuerpo y no recordaba muy bien dónde quedaba la hostería. Caminé, si se puede describir así a esos movimientos bruscos que me llevaban de un lugar a otro, por muchas calles. Noté que estaba entrando en un barrio alejado y un poco feo pero por más que lo intenté no encontraba la manera de salir de allí. Me sentía en un laberinto. De pronto reconocí al edificio al que me dirigía. Sin pensarlo dos veces entré y subí por las escaleras hasta el tercer piso donde estaba mi cuarto.  No sabía qué puerta era la mía y tampoco lograba encontrar la llave. Sin más remedio me tiré a dormir apoyado contra una de las paredes.


Me despertó un golpe en los pies. Cuando abrí los ojos un hombre me agarró del pelo y me preguntó qué hacía ahí. Balbuceando traté de explicarles la situación de mi borrachera y mi extravío en la ciudad. Se rieron, se miraron y fui golpeado. Desvanecí.


Cuando desperté me encontré atado de pies y manos a una silla. Los mismos hombres que había visto antes, ahora con más claridad, discutían entre ellos.


-       Pero Herold… Tenemos que hacer algo. No sabemos quién es y qué hacía allá. – dijo un hombre con bigote.


-       Booth tiene razón- comentó quien conocería más tarde como Enrique McCardle. Un hombre alto y rubio.


-       ¿Y qué hacemos con él?- preguntó Herold señalándome.


-       -Un tiro, con eso basta. Sabe demasiado.- agregó McCardle.


Con una leve sonrisa en su cara, Booth le alcanzó a Enrique un revolver. Sin entender el porqué estaba pasando todo esto vi como el arma iba acercándose a mi frente. Si no recuerdo mal, se me escaparon unas lágrimas. Miré a los ojos al que sería mi asesino y escuché un estallido.


  Con un dolor de cabeza infernal me desperté en el mismo lugar de antes. Booth ya no estaba. Traté ponerme de pie sin producir ruido alguno y aunque me estaba moviendo, Herold y McCardle no percataron mi presencia. Al estar parado me resbalé con un charco de sangré. Tampoco miraron a donde yo estaba. Fui caminando hacia la puerta más cercana esperando que siguieran sin oírme. No entendía qué había pasado. Cuando abrí la puerta miraron en mi dirección pero no a mí. Me fui de la habitación mirando a la puerta, quería saber si venían por mí, pero de repente no pude ver más nada porque apareció una pared. Extendiendo mi mano para tocarla, mi extremidad no se detuvo contra la barrera de ladrillos y la atravesó. Con todo mi cuerpo traté de hacer lo mismo y pude. Empecé a pensar que me había convertido en un fantasma pero me parecía muy tonta la idea.


Con el tiempo descubrí que sí, era un fantasma. Pude acostumbrarme a las características de mi nuevo cuerpo. Con cierta concentración podía hacer que los vivos me vieran o que no. Había algunos casos excepcionales en los que aunque quería pasar desapercibido me podían distinguir. Los días de furia por mi situación, decidía sacarle provecho y asustar a pequeños niños y sorprender a mujeres mientras se vestían. No tenía muchos divertimentos.  


Un día logré encontrar la casa de uno de mis asesinos, Enrique, y algo inaudito me sucedió. Conocí una mujer que limpiaba en la casa de McCardle, Ellen me podía ver siempre. Con ella compartía mis días, mis tristezas y lo más importante mi plan para morir de una vez. Fue gracias a su ayuda que conseguí enterarme de que mi cuerpo nunca había sido enterrado y por eso nunca había muerto. También me enteré de los planes de Booth, Herold y McCardle: asesinar al presidente Lincoln. Supuse que como hace tiempo venían preparando su “obra maestra”, yo había estado cerca de una de sus reuniones el día de mi borrachera y como sabía demasiado debía morir.


Varias veces pensé si debía meterme en el asunto y advertirle al presidente o no. Pero la misma respuesta resonaba en mi cabeza: Sos un fantasma, un hombre muerto, quién va a creer tu palabra. Yo solo quería morir. La posibilidad de volver al mundo de los vivos era imposible y esta realidad entre dos mundos era realmente insoportable. Ya habían pasado dos años cuando, con ayuda de Ellen, conseguimos descubrir dónde estaba mi cuerpo putrefacto. Debo admitir que sacarle esa información a Enrique fue difícil. No sé por qué no quiso decírmelo la primera vez que le pregunté. Tuve que atormentarlo durante meses para que largara la respuesta que tanto ansiaba. Pero ni bien supe dónde estaba mi cadáver, mi amiga y yo planificamos cómo robarlo y sepultarlo. Enrique no iba a decir nada, se puede decir que cobré mi venganza. El pobre quedó con un trauma tal que unos días después de mi descubrimiento se suicidó.


El día había llegado. Era el 14 de abril de 1865 y yo finalmente iba a ser libre. Mientras Ellen, con ayuda de un amigo suyo, sacaron mi cadáver del sótano de Herold; yo vagué por las calles oscuras de la ciudad. Era viernes, los hombres que salían del trabajo se reunían en bares y tomaban cerveza. No había mujeres en la calle, solo aquellas que ofrecían servicios a los hombres de los bares. Yo seguí caminando solo durante toda la noche. ¡Pude ver tantas cosas esa noche!


Cuando el sol volvía a aparecer y la gente salía de sus hogares para trabajar, comencé a sentir una efervescencia en mi cuerpo. Experimentaba que mis brazos y piernas se dormían y no respondían como les indicaba. De pronto sentí mucho sueño y una fuerza me obligó a estar tirado en el suelo. Mis párpados me pesaban. Todo se veía borroso. Lo último que escuché fue a un niño que vendía diarios decir – ¡Extra, extra! ¡El presidente Lincoln fue asesinado!- Y en ese preciso momento expiré.