lunes, 2 de junio de 2014

Sabe demasiado. (Ficción histórica)





¡Pobre hombre! Pobres todos los hombres, muertos de miedo porque no entienden, porque no saben que ser esto que soy resulta tan natural como ser de carne y hueso. Asusto todo el tiempo. Aunque hace un par de años decidí quedarme acá, en lo de Enrique, y aterrorizarlo a él la mayor parte del día, a veces siento la tentación de cruzar las paredes y provocar gritos de horror en los vecinos. Me gustaría que ellos, que todos supieran qué soy y por qué llegué a ser esto.


Fue en el verano de 1863, hacía dos días que me había quedado sin empleo. Había decidido gastar mis ahorros para ir a la casa de mi tío que vivía en Filadelfia y estaba de paso en Washington. Siendo joven e inmaduro fui a un bar después de haber dejado mis pertenencias en un hostal. Recuerdo pensar, mientras salía bamboleándome de un lado a otro, que no tenía mucho control sobre mi cuerpo y no recordaba muy bien dónde quedaba la hostería. Caminé, si se puede describir así a esos movimientos bruscos que me llevaban de un lugar a otro, por muchas calles. Noté que estaba entrando en un barrio alejado y un poco feo pero por más que lo intenté no encontraba la manera de salir de allí. Me sentía en un laberinto. De pronto reconocí al edificio al que me dirigía. Sin pensarlo dos veces entré y subí por las escaleras hasta el tercer piso donde estaba mi cuarto.  No sabía qué puerta era la mía y tampoco lograba encontrar la llave. Sin más remedio me tiré a dormir apoyado contra una de las paredes.


Me despertó un golpe en los pies. Cuando abrí los ojos un hombre me agarró del pelo y me preguntó qué hacía ahí. Balbuceando traté de explicarles la situación de mi borrachera y mi extravío en la ciudad. Se rieron, se miraron y fui golpeado. Desvanecí.


Cuando desperté me encontré atado de pies y manos a una silla. Los mismos hombres que había visto antes, ahora con más claridad, discutían entre ellos.


-       Pero Herold… Tenemos que hacer algo. No sabemos quién es y qué hacía allá. – dijo un hombre con bigote.


-       Booth tiene razón- comentó quien conocería más tarde como Enrique McCardle. Un hombre alto y rubio.


-       ¿Y qué hacemos con él?- preguntó Herold señalándome.


-       -Un tiro, con eso basta. Sabe demasiado.- agregó McCardle.


Con una leve sonrisa en su cara, Booth le alcanzó a Enrique un revolver. Sin entender el porqué estaba pasando todo esto vi como el arma iba acercándose a mi frente. Si no recuerdo mal, se me escaparon unas lágrimas. Miré a los ojos al que sería mi asesino y escuché un estallido.


  Con un dolor de cabeza infernal me desperté en el mismo lugar de antes. Booth ya no estaba. Traté ponerme de pie sin producir ruido alguno y aunque me estaba moviendo, Herold y McCardle no percataron mi presencia. Al estar parado me resbalé con un charco de sangré. Tampoco miraron a donde yo estaba. Fui caminando hacia la puerta más cercana esperando que siguieran sin oírme. No entendía qué había pasado. Cuando abrí la puerta miraron en mi dirección pero no a mí. Me fui de la habitación mirando a la puerta, quería saber si venían por mí, pero de repente no pude ver más nada porque apareció una pared. Extendiendo mi mano para tocarla, mi extremidad no se detuvo contra la barrera de ladrillos y la atravesó. Con todo mi cuerpo traté de hacer lo mismo y pude. Empecé a pensar que me había convertido en un fantasma pero me parecía muy tonta la idea.


Con el tiempo descubrí que sí, era un fantasma. Pude acostumbrarme a las características de mi nuevo cuerpo. Con cierta concentración podía hacer que los vivos me vieran o que no. Había algunos casos excepcionales en los que aunque quería pasar desapercibido me podían distinguir. Los días de furia por mi situación, decidía sacarle provecho y asustar a pequeños niños y sorprender a mujeres mientras se vestían. No tenía muchos divertimentos.  


Un día logré encontrar la casa de uno de mis asesinos, Enrique, y algo inaudito me sucedió. Conocí una mujer que limpiaba en la casa de McCardle, Ellen me podía ver siempre. Con ella compartía mis días, mis tristezas y lo más importante mi plan para morir de una vez. Fue gracias a su ayuda que conseguí enterarme de que mi cuerpo nunca había sido enterrado y por eso nunca había muerto. También me enteré de los planes de Booth, Herold y McCardle: asesinar al presidente Lincoln. Supuse que como hace tiempo venían preparando su “obra maestra”, yo había estado cerca de una de sus reuniones el día de mi borrachera y como sabía demasiado debía morir.


Varias veces pensé si debía meterme en el asunto y advertirle al presidente o no. Pero la misma respuesta resonaba en mi cabeza: Sos un fantasma, un hombre muerto, quién va a creer tu palabra. Yo solo quería morir. La posibilidad de volver al mundo de los vivos era imposible y esta realidad entre dos mundos era realmente insoportable. Ya habían pasado dos años cuando, con ayuda de Ellen, conseguimos descubrir dónde estaba mi cuerpo putrefacto. Debo admitir que sacarle esa información a Enrique fue difícil. No sé por qué no quiso decírmelo la primera vez que le pregunté. Tuve que atormentarlo durante meses para que largara la respuesta que tanto ansiaba. Pero ni bien supe dónde estaba mi cadáver, mi amiga y yo planificamos cómo robarlo y sepultarlo. Enrique no iba a decir nada, se puede decir que cobré mi venganza. El pobre quedó con un trauma tal que unos días después de mi descubrimiento se suicidó.


El día había llegado. Era el 14 de abril de 1865 y yo finalmente iba a ser libre. Mientras Ellen, con ayuda de un amigo suyo, sacaron mi cadáver del sótano de Herold; yo vagué por las calles oscuras de la ciudad. Era viernes, los hombres que salían del trabajo se reunían en bares y tomaban cerveza. No había mujeres en la calle, solo aquellas que ofrecían servicios a los hombres de los bares. Yo seguí caminando solo durante toda la noche. ¡Pude ver tantas cosas esa noche!


Cuando el sol volvía a aparecer y la gente salía de sus hogares para trabajar, comencé a sentir una efervescencia en mi cuerpo. Experimentaba que mis brazos y piernas se dormían y no respondían como les indicaba. De pronto sentí mucho sueño y una fuerza me obligó a estar tirado en el suelo. Mis párpados me pesaban. Todo se veía borroso. Lo último que escuché fue a un niño que vendía diarios decir – ¡Extra, extra! ¡El presidente Lincoln fue asesinado!- Y en ese preciso momento expiré.

viernes, 30 de mayo de 2014

La observadora del hall.



El siguiente cuento está basado en Cielo de Claraboyas  de Silvina Ocampo.




Detrás de un portón alto de roble, al atravesar un pasillo, uno se encontraba con un viejo ascensor con forma de celda antigua, una de esas en las que exponían a los delincuentes, y pelusas en la grasa de los cables. La idea de entrar en él me hacía cuestionarme si padecía o no claustrofobia. El espejo desgastado que me obligaba a verme las arrugas asomándose por el pequeño espacio. Esa era, para mí, la pequeña tortura para acceder a mi hogar. Pero yo no fui la única que sintió algo extraño en ese edificio.


Todos los sábados, mi sobrina me visitaba. A los 8 años, dejó de venir después de tener un ataque de pánico o algo por el estilo.

Victoria tenía una obsesión con mi hall, una habitación larga que recibía algo de luz natural a través de una claraboya. A mí nunca me llamó la atención ese lugar. Las esquinas del tragaluz estaban adornadas con un borde de cuadrados verdes y azules que no coincidían en el color a causa de tormentas y reparaciones. Ese hueco me dio demasiados problemas. 


Cuando nos juntábamos a tomar el té con mi hermano y su esposa, mi sobrina se quedaba horas en el pasillo mirando hacia arriba. ¡Las historias que contaba! Yo usaba mi imaginación para no aburrirme al tener la misma edad que ella, pero Victoria decía cosas que sonaban delirantes algunas veces. Ella hablaba de una casa que estaba encima de la mía y nos confesaba todo lo que hacía la familia que vivía allí. Sus padres se reían y no le daban mucha importancia a lo que expresara. 

El sábado 15 de julio, con 8 años recién cumplidos, cuando el reloj dio las 9 fui a avisarle a Victoria que la cena estaría lista pronto. Ella siguió sentada en un viejo sillón del hall, mirando para arriba. Volví a la cocina y mientras preparaba las últimas cosas seguía hablando con Erica, la esposa de mi hermano. La carne que habíamos hecho dejó su aroma en toda mi vivienda e hizo que Jorge saliera de la biblioteca y viniera a la mesa. Antes de sentarnos a cenar fui a buscar a la observadora del hall y lo que vino después fue un desconcierto total. La niña petrificada mirando al cielo sin pestañear, con lágrimas en sus mejillas, se dio vuelta rápidamente y me gritó - ¡Celestina está muerta!- Vino corriendo y me tironeó de la pollera  para ubicarme debajo de la claraboya. En ese momento entraron sus padres y le preguntaron qué había pasado. A eso Victoria respondió: - "La de arriba, la de pollera negra, ahí… esas rodillas. Esa la mató. ¡Mató a Celestina!" – Perplejos como nunca, consolamos a la pequeña tratando de hacerle entender que no había ninguna familia allá arriba y que como Celestina no existía no había muerto. 

Todos nuestros esfuerzos fueron en vano. La cena preparada se enfrió y mis invitados no la probaron. Nunca volvieron a pisar mi hogar ni a hablar del tema. Lo único extraño que pasó a la mañana siguiente fue que encontré una mancha roja en la alfombra del hall que nunca pude quitar.


 

domingo, 11 de mayo de 2014

Ojos...


Ojos... Tengo algo con los ojos. 

Quizás una leve obsesión o una constante curiosidad.

Pero son los tuyos lo que despiertan mi más grande interés.

Quisiera mirarlos todo el día, ver la combinación de colores que hay en ellos.

Seguirlos todo el día, tratando de que no me encuentren y , al mismo tiempo, soñando... deseando que algún día pueda ver en ellos los mismos sentimientos que los míos expresan.


domingo, 16 de febrero de 2014

I hate that I love you


You make me smile.
You make me cry.
You make me laugh.
You make me better.

I feel okay,
sometimes not so well.
I feel so dizzy
when you're with me.

But do..you..even..know that I exist?

I feel so alone in my room,
thinking of you, wishing you were here.
I feel so stupid, without you...
I hate that I love you.
I really hate that I love you.

 You say hello,
 I'm melted.
What have you got that makes me,
feel this way.

When you leave
I want to follow you.
Though you break my heart
I'll still miss you.

But do..you..even..know that I exist?

I feel so alone in my room,
thinking of you, wishing you were here.
I feel so stupid, without you...
I hate that I love you.
I really hate that I love you.

I want to be with you forever,
even with your flaws.
And If you don't want me at all,
leave my heart and my mind alone. 


I feel so alone in my room,
thinking of you, wishing you were here.
I feel so stupid, without you...
I hate that I love you.
I really hate that I love you.

viernes, 14 de febrero de 2014

Basta de esto


Basta de esto,
basta de aquello.
Ya no quiero ser lo que soy
No puedo más yo respirar,
porque mi vida es estar 
en soledad.

Estoy cansada de estar yo sola aquí,
frente a un monitor.
Quiero salir y disfrutar.
Quiero saltar y correr.
 
Basta de esto,
basta de aquello.
Ya no quiero ser lo que soy
No puedo más yo respirar,
porque mi vida es estar 
en soledad.

Mi vida no es un cuento de hadas
y es común, como la de los demás.
Quiero yo estar en una plaza 
y hamacarme más y más.

Basta de esto,
basta de aquello.
Ya no quiero ser lo que soy
No puedo más yo respirar,
porque mi vida es estar 
en soledad.

Me  molesta mucho a mí,
no poder estar donde es mi lugar.
Quiero yo estar con mis amigas
y reirme hasta el final.

Basta de esto,
basta de aquello.
Ya no quiero ser lo que soy
No puedo más yo respirar,
porque mi vida es estar 
en soledad.



Esta es una canción que escribí hace mucho tiempo y encontré el otro día.

jueves, 26 de diciembre de 2013

Un grito en el campo




 Hugo se sienta en el escritorio de de su casa, agarra unas hojas en blanco, una lapicera y comienza a escribir.

El que lea esto no creo que verdaderamente me comprenda. Mi relación con las palabras, tanto de forma oral como escrita, nunca fue una de las mejores.
No entiendo cómo se llegó a esto, a tener tantas cámaras que están para “cuidarnos” pero lo quieran o no, nos espían. Ellas ven cada cosa que hacemos y si nos ven por mucho tiempo pueden anticipar nuestro accionar. Están por todos lados. Es más, nosotros estamos obligados a tener como mínimo una en cada habitación de la casa. Pido perdón si mi letra no se entiende mucho, pero estoy tapando lo que escribo de la que tengo atrás mío.
Últimamente hubo muchos problemas en el trabajo. Aunque vivimos en un mundo feliz y perfecto, no todo lo es. Aún así nuestras caras no deben dar señales de eso. En esta ciudad está prohibido llorar, enojarse, sentirse mal, inconforme o tener algún tipo de problema. Todo tiene que verse desde una perspectiva positiva.
Si uno, yendo felizmente al trabajo, se cae en la calle y se fractura la muñeca, lo que normalmente alguien aquí haría es solicitar ayuda en un tono cordial y con una sonrisa. No puede gritar y llorar del dolor ni enojarse con los que están alrededor.
Está demostrado que, a buenos modos, se consiguen mejores cosas, pero creo que esto es exagerado: parece irónico. Uno debería tener la libertad de impresionarse por el accidente y llorar si le resultara necesario.
Nunca pude sacarme de la cabeza un recuerdo de la escuela secundaria. Un compañero no podía resolver un ejercicio de química y comenzó a alterarse, enojarse con todos y llegó a llorar. Al pasar no más de dos minutos, unos hombres en trajes blancos se llevaron al chico y a todas sus pertenencias. No se supo más nada de él ni de su familia.
Es por todo esto que estoy entrando en cólera aunque trato de no demostrarlo. Esta sociedad “perfecta”, en la que vivimos, me aterra. No puedo dormir bien y no como. Las cosas no están yendo bien en el trabajo y no me atrevo a preguntarle a algún compañero o a mi jefe si lo que pienso es verdad. ¡Cómo voy a preguntarle a alguien si algo NO anda bien! Todo siempre tiene que estar perfecto. Una pregunta de ese estilo haría que el cuestionado y yo termináramos del mismo modo que mi compañero de química.
Cada vez me cuesta más esconder lo escrito de la cámara. ¿Me habrán descubierto? Necesito gritar, llorar, patear algo y no puedo. Necesito irme de este lugar y sé que con vida no hay escapatoria. Nada ni nadie me debe ver. Pensé que ponerlo en papel y luego quemarlo, para eliminar las evidencias, me calmaría un poco. Pero no, cada vez estoy peor.
Podría alejarme ahora, de todos modos son las dos en la madrugada, no me vería mucha gente en un lugar alejado. Recuerdo unos campos llenos de pastizales altísimos. Sí, debería ir ahí. Sacarme todo esto que tengo encerrado dentro mío y reaccionar como… como un humano. No como esta cosa que pretenden que seamos. Voy a ir al campo, quemo esto y me desahogo. Mañana vuelvo al trabajo con mi sonrisa habitual y me olvido de todos estos sentimientos prohibidos.



Hugo firma la carta, se levanta de la silla, cuidadosamente dobla los papeles y los guarda en el bolsillo delantero de su traje. Agarra una manta y una muda de ropa, guarda todo en un pequeño bolso gris y se mete dentro de su auto. Comienza a viajar hacia las afueras de la ciudad. Conduce con mucho cuidado, con las luces apagadas y con un gorro y anteojos para que no lo puedan reconocer.
 Cuando llega al campo se tira al piso y comienza a gritar y llorar. Se levanta, patea la rueda trasera izquierda del auto. Corre y sacude los pastizales que lo rodean. Comienza a reír, se cae al suelo y llora. Después de una hora se queda dormido en su auto.
 A las 8 am no llegó a su trabajo como todos los días, con la misma corbata que usaba los jueves. Su jefe preocupado llamó a su casa pero nadie atendió el teléfono. Desde ese día no se supo más nada de él. Su casa estaba completamente vacía, nunca se lo encontró a él, a su auto o a esa corbata verde con finas líneas anaranjadas.

Objetivo: Hugo López
Situación: Eliminado
Rastros y evidencias destruidos.
Se adjuntó la carta como evidencia de culpabilidad.



Informe del 23/10/2134  Cámaras y agentes del sector C7.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

La muerte viaja en colectivo




Era una tarde como cualquier otra. El chofer de la línea 152, que estaba cumpliendo su horario, como siempre, detuvo el colectivo en la décima parada en su recorrido.
Hasta ese momento, a lo largo del trayecto viajado, habían subido los pasajeros de todos los días.
Aunque uno pensaría que alguien se habría hecho un amigo después de tantos meses viajando con la misma gente, ellos viajaban sentados de a uno en los asientos para dos personas.
Nunca volaba una mosca y eso no se debía a que estaba la profesora Muriel, la más estricta en su escuela, entre los pasajeros. Sólo se oían las noticias sobre el tránsito de la radio de Omar, el chofer.

También estaban presentes las hermana Querella, Silvia y Greta, que no se hablaban desde que la primera se había quedado con la herencia familiar y no le había donado nada a la otra. Ellas aportaban esa leve pero tangible tensión al ambiente, que para la mitad del año se convirtió en extrañable para el resto de los pasajeros, cuando alguna faltaba.
El pasajero más normal era Horacio, un hombre flacucho, de pocas palabras, que viajaba al trabajo con una cara que parecía cargar con todas las tristezas del mundo. Siempre paraba el colectivo con pereza, pagaba, caminaba y se sentaba con desgano. Parecía que nunca tenía un buen día y que continuaba su vida por inercia.
Cuando los cuatro pasajeros de todos los días se habían acomodado en sus asientos, el chofer paró en una parada en la que nunca antes se había subido alguien. Sin embargo ese día entraron tres pasajeros más.
Subió una parejita que no se separaba para nada. Sus manos parecían pegadas con cemento. Aparte de sus manos, desde que se sentaron en el fondo del colectivo, sus labios no se apartaban.
También subió una chica. Estaba bien vestida y tenía el pelo largo y negro. Todos los hombres la miraron mientras subía. Ella pagó su boleto y se sentó en el último asiento de a uno, cerca de Horacio.
La entrada de estos nuevos personajes al colectivo no fue lo único atípico del viaje de ese día. Después de tanto tiempo sin hablarse, Silvia se levantó de su asiento, se acercó a su hermana sentada en el primer asiento y le pidió perdón. Los pasajeros de siempre estaban atónitos. En unos pocos minutos, estaban sentadas una al lado de la otra, hablando como si nunca hubiera pasado nada.
Llegaron a la parte más agobiante para los claustrofóbicos, emocionante para los que pasan por ahí por primera vez, o aburrida para los que hacen el recorrido todos los días: el túnel.
Los enamorados del fondo seguían más juntos que nunca. Sus ojos, ahora cerrados, desprendían el brillo característico del amor joven. La chica de la  parejita empezó a sentir un gusto dulce y algo ácido en su boca. Su novio dejó de abrazarla tan fuerte como lo estaba haciendo y ella dejó de sentir los latidos del corazón de Enrique.
Cuando salieron del túnel y volvió la luz del día,  Julieta pudo ver que Enrique estaba muerto. Había un agujero en su pecho, en el lugar del corazón, y su camisa estaba ensangrentada.
Julieta comenzó a gritar y a llorar sin parar. El chofer detuvo el colectivo a un costado de la avenida y, al ver qué pasaba, se quedó estupefacto al ver el muerto.
Sin pensarlo dos veces, llamó a la policía. Todos los pasajeros se quedaron esperando a que vinieran a hacer las pesquisas y a que se llevaran a Enrique, que seguía en los brazos de Julieta, a la morgue para la autopsia.
Al principio, estaban quietos en sus lugares. Luego Horacio se acercó a Julieta para animarla y secarle las lágrimas.Las hermanas empezaron a comentar lo sucedido, como lo hacen las viejas de la Iglesia.
Cuando se llevaron el cuerpo y llegó el detective Pérez, todos volvieron a ese silencio y esa quietud que había un rato antes. Debajo de su gran bigote, abrió su boca y dijo: – Muriel Shcecovsky – ella se quedó paralizada con los ojos abiertos– acompáñeme que tengo que hacerle unas preguntas sobre lo acontecido. Usted –miró a sus asistente– busque pistas y vaya a buscar los resultados de la autopsia apenas estén listos. Cuando los tenga en sus manos, me los trae.
El detective llevó a Muriel a un bar cercano que utilizaron como sala de interrogación, donde se fueron ubicando los testigos.
        Dígame, ¿qué hacía hoy en el colectivo de la línea 152, interno 32?
Ella tomó aire y respondió: – De lunes a viernes tomo el mismo colectivo a la mañana para ir a la escuela Adlai, donde trabajo como profesora de química.
El detective, serio, le preguntó: – Enrique Santos fue su alumno en esa escuela, ¿no?
Muriel asintió con la cabeza.
        ¿Era un buen alumno?
Esta vez frunció el ceño y dijo que no, que Enrique era un alumno indomable que vivía haciendo bromas a los profesores y que, una vez en el laboratorio, le quemó las cejas a ella cuando prendió el mechero.
Entonces el detective la acusó de culpable, porque se vengó de ese insolente y Horacio se levantó de su silla y dijo: – La señora Shcecovsky es inocente. Es imposible que ella lo haya matado por eso. Aunque ella es estricta como si hubiera ido a la escuela militar, no podría matar a alguien – Muriel se sonrojó.
El detective le dijo entonces que se podía sentar con los demás y llamó a Horacio.
        ¿Usted se cree un superhéroe? – Mira sus hojas con la información de los testigos – Usted seguro que estaba enamorado de Julieta, pero ella no le dio ni la hora. Entonces, cuando supo que tenía la oportunidad de matar a Enrique, lo hizo. Después consoló a Julieta para acercarse más a ella. Seguro que la espiaba todas las noches.
Julieta tenía una cara de horro y desprecio total.
Horacio negó todo, pero el detective no le creía. Justo en ese momento llegó el asistente con más pistas e información. Enrique había muerto de una puñalada en el corazón y habían encontrado el arma. El puñal fue encontrado debajo de uno de los asientos de a dos libres, en los que estuvo sentada una de las hermanas.
El indagador se dio media vuelta y señaló con su dedo índice a Silvia. 
        La nueva información indica que el arma homicida fue ocultada en su asiento habitual y – apuntando con el mismo dedo a Greta– seguro usted quiso cometer este crimen para que su hermana fuera a la cárcel y, de algún modo, pagara por haberla traicionado años atrás–.
Las hermanas se quedaron heladas, sin entender por qué alguna de las dos mataría a alguien que no tenía nada que ver por algo que ya habían dejado en el pasado. Hasta Julieta no podía entender cómo el detective había propuesto ese delirio. A todo esto, la chica del pelo negro seguía callada.
Pérez suspiró, le pidió a su asistente un vaso con agua y una aspirina, y se retiró a otro sector de la carpa para descansar un poco y pensar.
Ya sentado, con cara confusa, el detective fue interrumpido por su asistente, quien dijo: –No puedo evitar decirle mi sospecha. A mi parecer la asesina es la chica de pelo largo. Estuve investigando y, tanto ella como la pareja, fueron lo único distinto en es viaje. No creo que alguien pueda decirnos algo de ella, pero estaba sentada igual de cerca que Horacio y vi un leve brillo en sus ojos cuando el cadáver fue llevado a la morgue. Yo quisiera pedirle… – su voz temblaba un poco– si pudiera interrogarla yo.
Pérez abrió sus ojos como platos, pero como estaba muy cansado, lo dejó llevar a cabo el interrogatorio.
Álvaro, que así se llamaba el asistente, llegó a la sala y, sin titubeos, le dijo a la chica de pelo oscuro: –Sos la culpable, todo apunta a vos. Pero quisiera saber por qué lo hiciste–.
La chica se puso roja y se largó a llorar. Cuando se calmó dijo: – Soy Circe y fui novia de Enrique hace unos años. Él me dejó justo cuando habían reducido el personal de la empresa en la que trabajaba. Al perder mi empleo entré en una depresión absoluta, dejé de hacer cosas que antes hacía y de cuidarme. Había aumentado varios kilos y él siempre se quejaba de lo mal que estaba. A los tres meses de no encontrar trabajo y estar así me dejó con la excusa de que era una carga para él verme así. Además, por las noches iba con otras mujeres y siempre negaba estar engañándome, aunque sus camisas olían a perfume y alguna vez una chica llamó a casa. A la semana de que me cortó, empecé de cero. Comencé a arreglarme, bajé de peso, busqué y encontré un empleo, pero el que me dejara en esa situación, hacía que sólo me concentrara en cómo– llena de furia– ¡matarlo!-Todos quedaron sorprendidos. – hoy, con el cuerpo en buen estado, el pelo de otro color y con ropa nueva que no es de mi estilo usual, pude acercarme a él sin que me reconociera y, esperando al momento oportuno, lo maté. – Todos seguían sin creer lo que habían escuchado.
Después de la confesión, Álvaro fue a decirle a su jefe que ya habían descubierto la verdad y que podían cerrar el caso. Al poco tiempo llegaron los oficiales que se llevaron a Circe a la cárcel. Julieta estaba sentada mirando la escena como si fuera una película, sin poder creer que todo esto le estaba pasando a ella, que todo era real y no había vuelta atrás. En ese momento en el que estaba mirando a la camioneta doblar en una esquina, apareció Álvaro y se sentó a su lado. Le dio un pañuelo y le dijo – No se preocupe, todo va a estar bien. Es muy joven, buena y linda. Seguro en un mes está en pareja de nuevo. Cualquier cosa llámeme.- entregándole una tarjeta.
Al salir por la puerta Julieta casi se choca con Horacio que iba de la mano de Muriel.
- Perdón, pasá vos - le dijo Horacio- lamento mucho lo de tu novio.
Ella asintió con una pequeña sonrisa y los vio alejarse del café y darse un beso.