¡Pobre
hombre! Pobres todos los hombres, muertos de miedo porque no entienden, porque
no saben que ser esto que soy resulta tan natural como ser de carne y hueso.
Asusto todo el tiempo. Aunque hace un par de años decidí quedarme acá, en lo de
Enrique, y aterrorizarlo a él la mayor parte del día, a veces siento la
tentación de cruzar las paredes y provocar gritos de horror en los vecinos. Me
gustaría que ellos, que todos supieran qué soy y por qué llegué a ser esto.
Fue en el verano de 1863, hacía dos días que me había quedado
sin empleo. Había decidido gastar mis ahorros para ir a la casa de mi tío que
vivía en Filadelfia y estaba de paso en Washington. Siendo joven e inmaduro fui
a un bar después de haber dejado mis pertenencias en un hostal. Recuerdo
pensar, mientras salía bamboleándome de un lado a otro, que no tenía mucho
control sobre mi cuerpo y no recordaba muy bien dónde quedaba la hostería. Caminé,
si se puede describir así a esos movimientos bruscos que me llevaban de un
lugar a otro, por muchas calles. Noté que estaba entrando en un barrio alejado
y un poco feo pero por más que lo intenté no encontraba la manera de salir de
allí. Me sentía en un laberinto. De pronto reconocí al edificio al que me
dirigía. Sin pensarlo dos veces entré y subí por las escaleras hasta el tercer
piso donde estaba mi cuarto. No sabía qué
puerta era la mía y tampoco lograba encontrar la llave. Sin más remedio me tiré
a dormir apoyado contra una de las paredes.
Me despertó un golpe en los pies. Cuando abrí los ojos un
hombre me agarró del pelo y me preguntó qué hacía ahí. Balbuceando traté de
explicarles la situación de mi borrachera y mi extravío en la ciudad. Se rieron,
se miraron y fui golpeado. Desvanecí.
Cuando desperté me encontré atado de pies y manos a una
silla. Los mismos hombres que había visto antes, ahora con más claridad,
discutían entre ellos.
-
Pero
Herold… Tenemos que hacer algo. No sabemos quién es y qué hacía allá. – dijo un
hombre con bigote.
-
Booth
tiene razón- comentó quien conocería más tarde como Enrique McCardle. Un hombre
alto y rubio.
-
¿Y
qué hacemos con él?- preguntó Herold señalándome.
-
-Un
tiro, con eso basta. Sabe demasiado.- agregó McCardle.
Con una leve sonrisa en su cara, Booth le alcanzó a Enrique
un revolver. Sin entender el porqué estaba pasando todo esto vi como el arma
iba acercándose a mi frente. Si no recuerdo mal, se me escaparon unas lágrimas.
Miré a los ojos al que sería mi asesino y escuché un estallido.
Con un dolor de cabeza infernal me desperté en el mismo lugar
de antes. Booth ya no estaba. Traté ponerme de pie sin producir ruido alguno y
aunque me estaba moviendo, Herold y McCardle no percataron mi presencia. Al
estar parado me resbalé con un charco de sangré. Tampoco miraron a donde yo
estaba. Fui caminando hacia la puerta más cercana esperando que siguieran sin
oírme. No entendía qué había pasado. Cuando abrí la puerta miraron en mi
dirección pero no a mí. Me fui de la habitación mirando a la puerta, quería
saber si venían por mí, pero de repente no pude ver más nada porque apareció
una pared. Extendiendo mi mano para tocarla, mi extremidad no se detuvo contra
la barrera de ladrillos y la atravesó. Con todo mi cuerpo traté de hacer lo
mismo y pude. Empecé a pensar que me había convertido en un fantasma pero me
parecía muy tonta la idea.
Con el tiempo descubrí que sí, era un fantasma. Pude
acostumbrarme a las características de mi nuevo cuerpo. Con cierta
concentración podía hacer que los vivos me vieran o que no. Había algunos casos
excepcionales en los que aunque quería pasar desapercibido me podían
distinguir. Los días de furia por mi situación, decidía sacarle provecho y
asustar a pequeños niños y sorprender a mujeres mientras se vestían. No tenía
muchos divertimentos.
Un día logré encontrar la casa de uno de mis asesinos,
Enrique, y algo inaudito me sucedió. Conocí una mujer que limpiaba en la casa
de McCardle, Ellen me podía ver siempre. Con ella compartía mis días, mis
tristezas y lo más importante mi plan para morir de una vez. Fue gracias a su
ayuda que conseguí enterarme de que mi cuerpo nunca había sido enterrado y por
eso nunca había muerto. También me enteré de los planes de Booth, Herold y
McCardle: asesinar al presidente Lincoln. Supuse que como hace tiempo venían
preparando su “obra maestra”, yo había estado cerca de una de sus reuniones el
día de mi borrachera y como sabía demasiado debía morir.
Varias veces pensé si debía meterme en el asunto y advertirle
al presidente o no. Pero la misma respuesta resonaba en mi cabeza: Sos un fantasma, un hombre muerto, quién va
a creer tu palabra. Yo solo quería morir. La posibilidad de volver al mundo
de los vivos era imposible y esta realidad entre dos mundos era realmente
insoportable. Ya habían pasado dos años cuando, con ayuda de Ellen, conseguimos
descubrir dónde estaba mi cuerpo putrefacto. Debo admitir que sacarle esa
información a Enrique fue difícil. No sé por qué no quiso decírmelo la primera
vez que le pregunté. Tuve que atormentarlo durante meses para que largara la
respuesta que tanto ansiaba. Pero ni bien supe dónde estaba mi cadáver, mi
amiga y yo planificamos cómo robarlo y sepultarlo. Enrique no iba a decir nada,
se puede decir que cobré mi venganza. El pobre quedó con un trauma tal que unos
días después de mi descubrimiento se suicidó.
El día había llegado. Era el 14 de abril de 1865 y yo
finalmente iba a ser libre. Mientras Ellen, con ayuda de un amigo suyo, sacaron
mi cadáver del sótano de Herold; yo vagué por las calles oscuras de la ciudad.
Era viernes, los hombres que salían del trabajo se reunían en bares y tomaban
cerveza. No había mujeres en la calle, solo aquellas que ofrecían servicios a
los hombres de los bares. Yo seguí caminando solo durante toda la noche. ¡Pude
ver tantas cosas esa noche!