miércoles, 18 de diciembre de 2013

La muerte viaja en colectivo




Era una tarde como cualquier otra. El chofer de la línea 152, que estaba cumpliendo su horario, como siempre, detuvo el colectivo en la décima parada en su recorrido.
Hasta ese momento, a lo largo del trayecto viajado, habían subido los pasajeros de todos los días.
Aunque uno pensaría que alguien se habría hecho un amigo después de tantos meses viajando con la misma gente, ellos viajaban sentados de a uno en los asientos para dos personas.
Nunca volaba una mosca y eso no se debía a que estaba la profesora Muriel, la más estricta en su escuela, entre los pasajeros. Sólo se oían las noticias sobre el tránsito de la radio de Omar, el chofer.

También estaban presentes las hermana Querella, Silvia y Greta, que no se hablaban desde que la primera se había quedado con la herencia familiar y no le había donado nada a la otra. Ellas aportaban esa leve pero tangible tensión al ambiente, que para la mitad del año se convirtió en extrañable para el resto de los pasajeros, cuando alguna faltaba.
El pasajero más normal era Horacio, un hombre flacucho, de pocas palabras, que viajaba al trabajo con una cara que parecía cargar con todas las tristezas del mundo. Siempre paraba el colectivo con pereza, pagaba, caminaba y se sentaba con desgano. Parecía que nunca tenía un buen día y que continuaba su vida por inercia.
Cuando los cuatro pasajeros de todos los días se habían acomodado en sus asientos, el chofer paró en una parada en la que nunca antes se había subido alguien. Sin embargo ese día entraron tres pasajeros más.
Subió una parejita que no se separaba para nada. Sus manos parecían pegadas con cemento. Aparte de sus manos, desde que se sentaron en el fondo del colectivo, sus labios no se apartaban.
También subió una chica. Estaba bien vestida y tenía el pelo largo y negro. Todos los hombres la miraron mientras subía. Ella pagó su boleto y se sentó en el último asiento de a uno, cerca de Horacio.
La entrada de estos nuevos personajes al colectivo no fue lo único atípico del viaje de ese día. Después de tanto tiempo sin hablarse, Silvia se levantó de su asiento, se acercó a su hermana sentada en el primer asiento y le pidió perdón. Los pasajeros de siempre estaban atónitos. En unos pocos minutos, estaban sentadas una al lado de la otra, hablando como si nunca hubiera pasado nada.
Llegaron a la parte más agobiante para los claustrofóbicos, emocionante para los que pasan por ahí por primera vez, o aburrida para los que hacen el recorrido todos los días: el túnel.
Los enamorados del fondo seguían más juntos que nunca. Sus ojos, ahora cerrados, desprendían el brillo característico del amor joven. La chica de la  parejita empezó a sentir un gusto dulce y algo ácido en su boca. Su novio dejó de abrazarla tan fuerte como lo estaba haciendo y ella dejó de sentir los latidos del corazón de Enrique.
Cuando salieron del túnel y volvió la luz del día,  Julieta pudo ver que Enrique estaba muerto. Había un agujero en su pecho, en el lugar del corazón, y su camisa estaba ensangrentada.
Julieta comenzó a gritar y a llorar sin parar. El chofer detuvo el colectivo a un costado de la avenida y, al ver qué pasaba, se quedó estupefacto al ver el muerto.
Sin pensarlo dos veces, llamó a la policía. Todos los pasajeros se quedaron esperando a que vinieran a hacer las pesquisas y a que se llevaran a Enrique, que seguía en los brazos de Julieta, a la morgue para la autopsia.
Al principio, estaban quietos en sus lugares. Luego Horacio se acercó a Julieta para animarla y secarle las lágrimas.Las hermanas empezaron a comentar lo sucedido, como lo hacen las viejas de la Iglesia.
Cuando se llevaron el cuerpo y llegó el detective Pérez, todos volvieron a ese silencio y esa quietud que había un rato antes. Debajo de su gran bigote, abrió su boca y dijo: – Muriel Shcecovsky – ella se quedó paralizada con los ojos abiertos– acompáñeme que tengo que hacerle unas preguntas sobre lo acontecido. Usted –miró a sus asistente– busque pistas y vaya a buscar los resultados de la autopsia apenas estén listos. Cuando los tenga en sus manos, me los trae.
El detective llevó a Muriel a un bar cercano que utilizaron como sala de interrogación, donde se fueron ubicando los testigos.
        Dígame, ¿qué hacía hoy en el colectivo de la línea 152, interno 32?
Ella tomó aire y respondió: – De lunes a viernes tomo el mismo colectivo a la mañana para ir a la escuela Adlai, donde trabajo como profesora de química.
El detective, serio, le preguntó: – Enrique Santos fue su alumno en esa escuela, ¿no?
Muriel asintió con la cabeza.
        ¿Era un buen alumno?
Esta vez frunció el ceño y dijo que no, que Enrique era un alumno indomable que vivía haciendo bromas a los profesores y que, una vez en el laboratorio, le quemó las cejas a ella cuando prendió el mechero.
Entonces el detective la acusó de culpable, porque se vengó de ese insolente y Horacio se levantó de su silla y dijo: – La señora Shcecovsky es inocente. Es imposible que ella lo haya matado por eso. Aunque ella es estricta como si hubiera ido a la escuela militar, no podría matar a alguien – Muriel se sonrojó.
El detective le dijo entonces que se podía sentar con los demás y llamó a Horacio.
        ¿Usted se cree un superhéroe? – Mira sus hojas con la información de los testigos – Usted seguro que estaba enamorado de Julieta, pero ella no le dio ni la hora. Entonces, cuando supo que tenía la oportunidad de matar a Enrique, lo hizo. Después consoló a Julieta para acercarse más a ella. Seguro que la espiaba todas las noches.
Julieta tenía una cara de horro y desprecio total.
Horacio negó todo, pero el detective no le creía. Justo en ese momento llegó el asistente con más pistas e información. Enrique había muerto de una puñalada en el corazón y habían encontrado el arma. El puñal fue encontrado debajo de uno de los asientos de a dos libres, en los que estuvo sentada una de las hermanas.
El indagador se dio media vuelta y señaló con su dedo índice a Silvia. 
        La nueva información indica que el arma homicida fue ocultada en su asiento habitual y – apuntando con el mismo dedo a Greta– seguro usted quiso cometer este crimen para que su hermana fuera a la cárcel y, de algún modo, pagara por haberla traicionado años atrás–.
Las hermanas se quedaron heladas, sin entender por qué alguna de las dos mataría a alguien que no tenía nada que ver por algo que ya habían dejado en el pasado. Hasta Julieta no podía entender cómo el detective había propuesto ese delirio. A todo esto, la chica del pelo negro seguía callada.
Pérez suspiró, le pidió a su asistente un vaso con agua y una aspirina, y se retiró a otro sector de la carpa para descansar un poco y pensar.
Ya sentado, con cara confusa, el detective fue interrumpido por su asistente, quien dijo: –No puedo evitar decirle mi sospecha. A mi parecer la asesina es la chica de pelo largo. Estuve investigando y, tanto ella como la pareja, fueron lo único distinto en es viaje. No creo que alguien pueda decirnos algo de ella, pero estaba sentada igual de cerca que Horacio y vi un leve brillo en sus ojos cuando el cadáver fue llevado a la morgue. Yo quisiera pedirle… – su voz temblaba un poco– si pudiera interrogarla yo.
Pérez abrió sus ojos como platos, pero como estaba muy cansado, lo dejó llevar a cabo el interrogatorio.
Álvaro, que así se llamaba el asistente, llegó a la sala y, sin titubeos, le dijo a la chica de pelo oscuro: –Sos la culpable, todo apunta a vos. Pero quisiera saber por qué lo hiciste–.
La chica se puso roja y se largó a llorar. Cuando se calmó dijo: – Soy Circe y fui novia de Enrique hace unos años. Él me dejó justo cuando habían reducido el personal de la empresa en la que trabajaba. Al perder mi empleo entré en una depresión absoluta, dejé de hacer cosas que antes hacía y de cuidarme. Había aumentado varios kilos y él siempre se quejaba de lo mal que estaba. A los tres meses de no encontrar trabajo y estar así me dejó con la excusa de que era una carga para él verme así. Además, por las noches iba con otras mujeres y siempre negaba estar engañándome, aunque sus camisas olían a perfume y alguna vez una chica llamó a casa. A la semana de que me cortó, empecé de cero. Comencé a arreglarme, bajé de peso, busqué y encontré un empleo, pero el que me dejara en esa situación, hacía que sólo me concentrara en cómo– llena de furia– ¡matarlo!-Todos quedaron sorprendidos. – hoy, con el cuerpo en buen estado, el pelo de otro color y con ropa nueva que no es de mi estilo usual, pude acercarme a él sin que me reconociera y, esperando al momento oportuno, lo maté. – Todos seguían sin creer lo que habían escuchado.
Después de la confesión, Álvaro fue a decirle a su jefe que ya habían descubierto la verdad y que podían cerrar el caso. Al poco tiempo llegaron los oficiales que se llevaron a Circe a la cárcel. Julieta estaba sentada mirando la escena como si fuera una película, sin poder creer que todo esto le estaba pasando a ella, que todo era real y no había vuelta atrás. En ese momento en el que estaba mirando a la camioneta doblar en una esquina, apareció Álvaro y se sentó a su lado. Le dio un pañuelo y le dijo – No se preocupe, todo va a estar bien. Es muy joven, buena y linda. Seguro en un mes está en pareja de nuevo. Cualquier cosa llámeme.- entregándole una tarjeta.
Al salir por la puerta Julieta casi se choca con Horacio que iba de la mano de Muriel.
- Perdón, pasá vos - le dijo Horacio- lamento mucho lo de tu novio.
Ella asintió con una pequeña sonrisa y los vio alejarse del café y darse un beso. 

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