Era una tarde como cualquier
otra. El chofer de la línea 152, que estaba cumpliendo su horario, como
siempre, detuvo el colectivo en la décima parada en su recorrido.
Hasta ese momento, a lo largo
del trayecto viajado, habían subido los pasajeros de todos los días.
Aunque uno pensaría que
alguien se habría hecho un amigo después de tantos meses viajando con la misma
gente, ellos viajaban sentados de a uno en los asientos para dos personas.
Nunca volaba una mosca y eso
no se debía a que estaba la profesora Muriel, la más estricta en su escuela,
entre los pasajeros. Sólo se oían las
noticias sobre el tránsito de la radio de Omar, el chofer.
También estaban presentes las
hermana Querella, Silvia y Greta, que no se hablaban desde que la primera se
había quedado con la herencia familiar y no le había donado nada a la otra.
Ellas aportaban esa leve pero tangible tensión al ambiente, que para la mitad
del año se convirtió en extrañable para el resto de los pasajeros, cuando
alguna faltaba.
El pasajero más normal era
Horacio, un hombre flacucho, de pocas palabras, que viajaba al trabajo con una
cara que parecía cargar con todas las tristezas del mundo. Siempre paraba el
colectivo con pereza, pagaba, caminaba y se sentaba con desgano. Parecía que
nunca tenía un buen día y que continuaba su vida por inercia.
Cuando los cuatro pasajeros de
todos los días se habían acomodado en sus asientos, el chofer paró en una
parada en la que nunca antes se había subido alguien. Sin embargo ese día entraron
tres pasajeros más.
Subió una parejita que no se separaba
para nada. Sus manos parecían pegadas con cemento. Aparte de sus manos, desde
que se sentaron en el fondo del colectivo, sus labios no se apartaban.
También subió una chica.
Estaba bien vestida y tenía el pelo largo y negro. Todos los hombres la miraron
mientras subía. Ella pagó su boleto y se sentó en el último asiento de a uno,
cerca de Horacio.
La entrada de estos nuevos
personajes al colectivo no fue lo único atípico del viaje de ese día. Después
de tanto tiempo sin hablarse, Silvia se levantó de su asiento, se acercó a su
hermana sentada en el primer asiento y le pidió perdón. Los pasajeros de
siempre estaban atónitos. En unos pocos minutos, estaban sentadas una al lado
de la otra, hablando como si nunca hubiera pasado nada.
Llegaron a la parte más
agobiante para los claustrofóbicos, emocionante para los que pasan por ahí por
primera vez, o aburrida para los que hacen el recorrido todos los días: el
túnel.
Los enamorados del fondo
seguían más juntos que nunca. Sus ojos, ahora cerrados, desprendían el brillo
característico del amor joven. La chica de la
parejita empezó a sentir un gusto dulce y algo ácido en su boca. Su
novio dejó de abrazarla tan fuerte como lo estaba haciendo y ella dejó de sentir
los latidos del corazón de Enrique.
Cuando salieron del túnel y
volvió la luz del día, Julieta pudo ver
que Enrique estaba muerto. Había un agujero en su pecho, en el lugar del
corazón, y su camisa estaba ensangrentada.
Julieta comenzó a gritar y a llorar
sin parar. El chofer detuvo el colectivo a un costado de la avenida y, al ver
qué pasaba, se quedó estupefacto al ver el muerto.
Sin pensarlo dos veces, llamó
a la policía. Todos los pasajeros se quedaron esperando a que vinieran a hacer
las pesquisas y a que se llevaran a Enrique, que seguía en los brazos de
Julieta, a la morgue para la autopsia.
Al principio, estaban quietos
en sus lugares. Luego Horacio se acercó a Julieta para animarla y secarle las
lágrimas.Las hermanas empezaron a comentar lo sucedido, como lo hacen las
viejas de la Iglesia.
Cuando se llevaron el cuerpo y
llegó el detective Pérez, todos volvieron a ese silencio y esa quietud que
había un rato antes. Debajo de su gran bigote, abrió su boca y dijo: – Muriel
Shcecovsky – ella se quedó paralizada con los ojos abiertos– acompáñeme que
tengo que hacerle unas preguntas sobre lo acontecido. Usted –miró a sus
asistente– busque pistas y vaya a buscar los resultados de la autopsia apenas
estén listos. Cuando los tenga en sus manos, me los trae.
El detective llevó a Muriel a un
bar cercano que utilizaron como sala de interrogación, donde se fueron ubicando
los testigos.
–
Dígame,
¿qué hacía hoy en el colectivo de la línea 152, interno 32?
Ella tomó aire y respondió: –
De lunes a viernes tomo el mismo colectivo a la mañana para ir a la escuela
Adlai, donde trabajo como profesora de química.
El detective, serio, le
preguntó: – Enrique Santos fue su alumno en esa escuela, ¿no?
Muriel asintió con la cabeza.
–
¿Era
un buen alumno?
Esta vez frunció el ceño y
dijo que no, que Enrique era un alumno indomable que vivía haciendo bromas a
los profesores y que, una vez en el laboratorio, le quemó las cejas a ella
cuando prendió el mechero.
Entonces el detective la acusó
de culpable, porque se vengó de ese insolente y Horacio se levantó de su silla
y dijo: – La señora Shcecovsky es inocente. Es imposible que ella lo haya
matado por eso. Aunque ella es estricta como si hubiera ido a la escuela
militar, no podría matar a alguien – Muriel se sonrojó.
El detective le dijo entonces
que se podía sentar con los demás y llamó a Horacio.
–
¿Usted
se cree un superhéroe? – Mira sus hojas con la información de los testigos –
Usted seguro que estaba enamorado de Julieta, pero ella no le dio ni la hora.
Entonces, cuando supo que tenía la oportunidad de matar a Enrique, lo hizo.
Después consoló a Julieta para acercarse más a ella. Seguro que la espiaba
todas las noches.
Julieta tenía una cara de
horro y desprecio total.
Horacio negó todo, pero el
detective no le creía. Justo en ese momento llegó el asistente con más pistas e
información. Enrique había muerto de una puñalada en el corazón y habían
encontrado el arma. El puñal fue encontrado debajo de uno de los asientos de a
dos libres, en los que estuvo sentada una de las hermanas.
El indagador se dio media
vuelta y señaló con su dedo índice a Silvia.
–
La
nueva información indica que el arma homicida fue ocultada en su asiento
habitual y – apuntando con el mismo dedo a Greta– seguro usted quiso cometer
este crimen para que su hermana fuera a la cárcel y, de algún modo, pagara por haberla
traicionado años atrás–.
Las hermanas se quedaron
heladas, sin entender por qué alguna de las dos mataría a alguien que no tenía
nada que ver por algo que ya habían dejado en el pasado. Hasta Julieta no podía
entender cómo el detective había propuesto ese delirio. A todo esto, la chica
del pelo negro seguía callada.
Pérez suspiró, le pidió a su
asistente un vaso con agua y una aspirina, y se retiró a otro sector de la
carpa para descansar un poco y pensar.
Ya sentado, con cara confusa,
el detective fue interrumpido por su asistente, quien dijo: –No puedo evitar
decirle mi sospecha. A mi parecer la asesina es la chica de pelo largo. Estuve
investigando y, tanto ella como la pareja, fueron lo único distinto en es
viaje. No creo que alguien pueda decirnos algo de ella, pero estaba sentada
igual de cerca que Horacio y vi un leve brillo en sus ojos cuando el cadáver
fue llevado a la morgue. Yo quisiera pedirle… – su voz temblaba un poco– si
pudiera interrogarla yo.
Pérez abrió sus ojos como
platos, pero como estaba muy cansado, lo dejó llevar a cabo el interrogatorio.
Álvaro, que así se llamaba el
asistente, llegó a la sala y, sin titubeos, le dijo a la chica de pelo oscuro:
–Sos la culpable, todo apunta a vos. Pero quisiera saber por qué lo hiciste–.
La chica se puso roja y se
largó a llorar. Cuando se calmó dijo: – Soy Circe y fui novia de Enrique hace
unos años. Él me dejó justo cuando habían reducido el personal de la empresa en
la que trabajaba. Al perder mi empleo entré en una depresión absoluta, dejé de
hacer cosas que antes hacía y de cuidarme. Había aumentado varios kilos y él
siempre se quejaba de lo mal que estaba. A los tres meses de no encontrar
trabajo y estar así me dejó con la excusa de que era una carga para él verme
así. Además, por las noches iba con otras mujeres y siempre negaba estar
engañándome, aunque sus camisas olían a perfume y alguna vez una chica llamó a
casa. A la semana de que me cortó, empecé de cero. Comencé a arreglarme, bajé
de peso, busqué y encontré un empleo, pero el que me dejara en esa situación,
hacía que sólo me concentrara en cómo– llena de furia– ¡matarlo!-Todos quedaron
sorprendidos. – hoy, con el cuerpo en buen estado, el pelo de otro color y con
ropa nueva que no es de mi estilo usual, pude acercarme a él sin que me
reconociera y, esperando al momento oportuno, lo maté. – Todos seguían sin
creer lo que habían escuchado.
Después de la confesión,
Álvaro fue a decirle a su jefe que ya habían descubierto la verdad y que podían
cerrar el caso. Al poco tiempo llegaron los oficiales que se llevaron a Circe a
la cárcel. Julieta estaba sentada mirando la escena como si fuera una película,
sin poder creer que todo esto le estaba pasando a ella, que todo era real y no
había vuelta atrás. En ese momento en el que estaba mirando a la camioneta
doblar en una esquina, apareció Álvaro y se sentó a su lado. Le dio un pañuelo
y le dijo – No se preocupe, todo va a estar bien. Es muy joven, buena y linda.
Seguro en un mes está en pareja de nuevo. Cualquier cosa llámeme.- entregándole
una tarjeta.
Al salir por la puerta Julieta
casi se choca con Horacio que iba de la mano de Muriel.
- Perdón, pasá vos - le dijo
Horacio- lamento mucho lo de tu novio.
Ella asintió con una pequeña
sonrisa y los vio alejarse del café y darse un beso.